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jueves, 27 de febrero de 2020

El cuervo y el gato

Cuando el cuervo estaba quieto sobre la cruz de la iglesia, ella miraba el reloj y siempre eran las diez y media. Entonces salía al balcón, sonriendo como una niña, el cuervo agitaba las alas, graznaba tres veces y ella lo imitaba. A veces, como un milagro, él respondía, ella también y así durante un minuto, hasta que el bicho la miraba con un solo ojo, retador, presumido, y remontaba el vuelo.
Cuando, a la noche, salía a cerrar la contraventana, descubría a un gato agazapado en el muro. Miraba el reloj y siempre eran las once. Se quedaba quieta, para no asustarlo, y le sonreía para explicarle que no le importaba que la espiara a través del cristal iluminado.
El gato y el cuervo la unían, con sus miradas,  con el día y con las estrellas.

Ahora, se asoma al balcón y se pregunta a dónde se habrán ido los cuervos. Graznó alguna vez, llamando, pero se cansó de hacer el idiota mirando la cruz sin pájaro.

Y, muchas noches, deja la contraventana abierta para no sonreír al muro vacío. Los gatos se deben haber ido también volando, piensa. Pero no se ríe porque, cuando mira el reloj, son las nueve, las diez, son la once. Siempre es la hora de nadie. La cruz sola, el muro solo, el reloj implacable. Las estrellas tapadas por las nubes. Ella, desconectada, recuerda a aquel cuervo, a aquel gato, y se pregunta si, después de todo, la que se ha ido, la que ya no mira, no será ella.

Elisa Villabella 

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