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viernes, 21 de agosto de 2020

Bárbara


Acuérdate Bárbara

Llovía sin cesar en Brest aquél día
Y marchabas sonriente
Dichosa embelesada empapada
Bajo la lluvia

Acuérdate Bárbara
Llovía sin cesar en Brest
Y me crucé contigo en la calle de Siam
Sonreías
Y yo también sonreía

Acuérdate Bárbara
Tú a quién yo no conocía
Tú que no me conocías
Acuérdate
Acuérdate pese a todo aquél día
No lo olvides

Un hombre se cobijaba en un portal
Y gritó tu nombre
Bárbara
Y corriste hacia él bajo la lluvia
Empapada embelesada dichosa
Y te echaste en sus brazos

Acuérdate de eso Bárbara
Y no te ofendas si te tuteo
Yo tuteo a todos los que amo
Aunque los haya visto sólo una vez
Tuteo a todos los que se aman
Aunque no los conozca

Acuérdate Bárbara
No olvides
Esa lluvia buena y feliz
Sobre tu rostro feliz
Sobre esa ciudad feliz
Esa lluvia sobre el mar
Sobre el arsenal
Sobre el banco d’Ouessant

Oh Bárbara
Menuda estupidez la guerra
Qué has llegado a ser ahora
Bajo esta lluvia de hierro
De fuego de acero de sangre
Y el hombre aquel que te estrechaba entre sus brazos
Amorosamente
Quizás ha muerto o desaparecido o vive todavía

Oh Bárbara
Llueve sin cesar en Brest
Como solía llover en otro tiempo
Pero no es lo mismo y todo está estropeado
Es lluvia desconsolada de duelo espantoso
Ni siquiera es ya tormenta
De hierro de acero de sangre
Simplemente nubes
Que revientan como perros
Perros que desaparecen
En el remanso de Brest
Y van a pudrirse lejos
Lejos muy lejos de Brest
Donde ya no queda nada.

Jacques Prevert

Los amores cobardes no llegan a nada



Parecía valiente con su vaso de bourbon y su pestañeo más lento de lo habitual. 
Los codos en la barra y la mirada en la puerta. 
Esperando que no pasara lo que al final iba a pasar. 
Que reapareciera ella en el último garito de la última ciudad. 
Parecía un héroe en el exilio. Un francotirador emocional. 
Y sin embargo Rick no era más que un cobarde. 
Uno que acaba en Casablanca intentando huir de sí mismo. 
Tan valiente que no es ni capaz de escuchar una canción. 
Buscaba, como buscan los débiles, la distancia para pulverizar esa determinación ciega del amor. 
Esa que convierte a todo hombre en un héroe, como decía Platón. Platón, que por algo supo ver la metadona del mundo ideal, creía en el miedo. 
Y sabía que es un sentimiento extraño que no se puede domar.

Pero no avisaba de que todo puede terminar en catástrofe cuando el miedo manda sobre todo lo demás. Cuando se convierte en el refugio en el que atrincherarse si la vida viene a despeinarnos con su huracán. Así se esconde Rick, como todos los cobardes, para tratar de controlar los daños, sin darse cuenta de que es más persistente la herida de huir que la de exponerse. 
Que si el terror no se puede mitigar tampoco se puede apaciguar el amor. 
Y el amor negado duele. 
Rick se queda en su barra, pidiendo que le disparen al corazón porque allí crece un vacío donde las balas naufragarán. 
O eso cree. Se ha quedado callado. 
Para no tener que explicarse a sí mismo su única cobardía, que es, además, la peor.

A quien le quema querer, le quema también hablar. 
Se protege en su burbuja de silencios obstinados. Silencios blindados como el de Mr. Stevens, primer mayordomo de Darlington Hall. 
Con las pupilas perdidas en cualquier lugar menos en quien le ama. 
Anthony Hopkins deja sus ojos en un punto ciego como una muralla imaginaria en Lo que queda del día cuando Emma Thompson le aborda en la habitación. 
Es el paradigma del cobarde. 
El cobarde que no puede ni mirar. 
El que no dice lo que quiere decir. 
La escena es perfecta. Lo explica todo en medio metro que parece un infinito y en un libro que se ha transformado en coraza. Hopkins se aferra a su tapa como si fuera un salvavidas. 
No puede permitir que su lectura revele algo de él. 
Sabe que lo que leemos nos desnuda. 
No está dispuesto a ceder ni un milímetro de su intimidad.

«Este es mi tiempo de privacidad. Lo está invadiendo usted». 
Emma Thompson todavía coquetea con él sin darse cuenta de que el miedo ya ha ganado. 
Se ha quedado con las fichas. Ha saltado la banca. 
Aquel pobre cobarde nunca se va a dejar. 
Ni siquiera va a apostar. 
No terminaremos de saber de dónde nace ese pavor cotidiano. 
Ese miedo que se alimenta de las heridas que quiere negar. 
Del dolor. 
Del fantasma del rechazo. 
De la culpa quizá.

De ese ladrido constante de la conciencia sabía mucho Spencer Tracy. Católico y flagelado. Esposo de una mujer que lo dejó todo para que él pudiera volar. Padre de un niño sordo. Infiel atormentado repartidor de tormentos. Amante de Loretta Young, de Betty Hanna, de Ingrid Bergman, que podría haberlo sido de Bette Davis, que lo fue finalmente de Katharine Hepburn. 
Culpable con razones, sin valor para dejar de serlo. 
A la Hepburn la amó quizá porque nunca pudo tenerla. 
Dicen que no le dijo que la quería más allá de la pantalla. 
Dicen que ella no lo pretendía escuchar. 
Que prefería a un cobarde carcomido por el peso del pecado que a un cobarde pegado a sus faldas que no la dejara respirar. O pegado a su pantalón. 
Porque aquella mujer de belleza aristada nunca fue una amante maternal. No era como las demás. 
Ella controlaba la situación. Era dueña de la valentía y del placer. 
La valentía tozuda con la que se ama a un cobarde que no se permite querer.

Así estuvo veinticinco años. 
Con el católico que prefería la penitencia a vivir con ella. 
Nunca compartieron techo ni fueron juntos de vacaciones. 
Él prometió que no abandonaría su casa cuando supo que su hijo jamás podría decir papá. 
Esa evidencia le pesaba como un pecado mortal. Y le desgarró. 
Como si el niño pagara el castigo por un padre que se había metido en tantas camas distintas al lecho conyugal. 
Parecía obviar, como obvian los cobardes, 
que quien elige ese castigo no lo reserva solo para él.

Le molestaba a Katharine Hepburn aquella anécdota que se contaba del día que se conocieron. 
Que ella le habría dicho a Tracy «soy demasiado alta para usted». 
Se lo repetían en las entrevistas aunque lo negara con ese mohín de enfado aristocrático. 
Porque estaba claro que era más alta. Porque ella sabía que no hablaban solo de centímetros. 
Sabía que solo enterrando la cobardía se puede crecer. Se puede vivir.

Parece que es el valiente el que sale tocado de esta farsa del amar sin amar. 
Se lleva, por supuesto, el golpe del que se lanza con toda la caballería y acaba en un precipicio emocional. 
Pero la peor herida es la del otro. 
La del que no se atreve. 
El que se guarda sin darse cuenta de que guardándose está perdiéndolo todo. 
Y se quedan los cobardes viviendo en una colección de condicionales que nunca son. 
Abrazaría. Diría. Haríamos. 
Y nadie abraza. Ni nadie dice. Ni nadie hace. 
Porque el cobarde prefiere su presente continuo en continua repetición. 
Como en la rueda de un hámster, dejando que la inercia decida por él.

En ese palacio de las inercias del que no es posible salir vive Hamlet, incapaz de hacer lo que tiene que hacer. 
Hamlet, cobarde máximo, portador de la súplica del fantasma de su padre, carga con la profecía de un asesinato que no puede cometer. 
«La conciencia así hace a todos cobardes». 
Y aunque ha prometido matar a su tío, rechaza la oportunidad cuando la tiene. 
Y enfunda el puñal cuando está a punto de hundirlo en su carne. 
Y no se da cuenta de que es su propia sentencia de muerte la que acaba de firmar. 
Esa es la sentencia del cobarde: la del que se decide a ejecutar cuando el momento ha pasado. 
Cuando ya no puede ser.

Hamlet se enreda en sus palabras para no actuar, construye retóricas para no pasar a la acción. 
Un hombre paralizado con el pensamiento dividido en cuatro partes: tres de cobardía y solo una de prudencia. 
Y cuando se dice ser o no ser realmente se está interrogando sobre si actuar o no actuar. 
Interrumpe Ofelia su soliloquio y Hamlet parece ponerla sobre aviso diciendo lo que no se atreverá a decirle jamás: «la hermosa Ofelia, ninfa en tus plegarias, nunca olvides mis pecados». 
Porque sabe que su verdadero pecado es el de la omisión. 
Que del mismo modo que omite la venganza, omitirá el amor. 
Hamlet no tiene el valor para cumplir su destino como no lo tiene para querer. 
Dulce, hermosa, suicida Ofelia, escucha esa plegaria que dice que no te enamores de él.

Como todos los cobardes, Hamlet espera el momento de actuar, de empezar la nueva vida del príncipe vengador. 
Pero el momento no existe sin el fogonazo de la resolución. 
Ahí está la diferencia: el cobarde cree que el momento llegará y el valiente se atreve a construirlo. Cabalga sobre el carpe diem y hace lo que tiene que hacer. Matar. Morir. Vivir. Amar. 
Ser por encima de no ser. Actuar. 
Porque esperar el momento es vivir anestesiado. 
Esperar el momento es malvivir. 
Como malvive Rick con un agujero que late doloroso en el lugar donde un día estalló su corazón.

Quizá ese es el problema. 
La obsesión por proteger el corazón. 
Quizá el cobarde solo tiene miedo del dolor. 
Quizá todo parte de la absurda idea de que para no arriesgarse al maremoto de la pena es mejor no sentir. 
«Tengo tanto miedo a perder aquello que amo que me niego a amar nada». 
Jonathan Safran Foer pone la frase en la boca de un hombre atemorizado que ni siquiera llega a confesar su pavor. 
Muchos años después, ese hombre sospecha que esas palabras habrían convertido lo imposible en posible, lo infeliz en feliz. 
Pero no las supo pronunciar. 
Tan fuerte, tan cerca es una historia de seres rotos condenados a echar de menos. 
Unos por la muerte. Otros porque se quedaron sin fuerzas para luchar. 
Es la historia de Oskar, un niño que pierde a su padre en las Torres Gemelas y que reconstruyendo el pasado se encuentra con las heridas de sus abuelos.

«Me pasé la vida aprendiendo a sentir menos.
Cada día sentía menos.
¿Eso es madurar? ¿O es algo peor?
Uno no puede protegerse de la tristeza sin protegerse al mismo tiempo de la felicidad».


La abuela de Oskar ha tenido que llegar a vieja para comprender lo que hizo mal. 
Qué fue lo que no hizo. 
Lo que se quedó sin más recuerdo que el de la frustración. 
Es fácil verlo después. 
Cuando el tiempo se ha esfumado intentando conjurar la tristeza y no queda más que el dolor. 

«Lamento que haga falta una vida para aprender a vivir, Oskar. 
Porque si pudiera volver a vivir mi vida, haría las cosas de manera distinta». 

Y la abuela avisa al nieto superdotado para que no cometa el mismo error. 
Para que reniegue del miedo. 
Para que no tenga que lamentarse cuando sea mayor.

«Entre las cosas hay una de la que no se arrepiente nadie en la tierra. 
Esa cosa es haber sido valiente». 

A la abuela de Oskar le habría ido bien leer a Borges, que sabía que el peor de los pecados es no ser feliz. 
Si su prosa está hecha de laberintos, su poesía deambula por los caminos que no se atrevió a recorrer. 
El camino del amor que le amenaza, de esa mujer que le duele en todo el cuerpo, de esa esquina por la que no se atreve a pasar. 
«Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue», se pregunta en un soneto que tituló «Lo perdido». 
Quizá no haría falta decir más. 
Pero lo explica Borges, ya anciano, con falsa prosa, en «Posesión del ayer».

«Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. (…) Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos».

El paraíso perdido es el único que les queda a los cobardes. 
El que se atisba desde el infierno de la fobia, más allá de las llamas donde arde lo que nunca fue. 
El paraíso imposible de la abuela de Oskar con la mirada siempre en el pasado. 
El de Hamlet sepultado en vida por la inacción. 
El de Spencer Tracy que nunca tuvo la altura necesaria para querer. 
El de los verbos en condicional que quieren ser conjugados en presente de verdad perfecto. 
El del libro como un escudo en las manos de un mayordomo. 
El paraíso parisino que recordaba ese falso valiente que se perdió en Casablanca cuando todo lo perdió.

Nunca te enamores de cobardes, debería haberle dicho la abuela al niño. 
Nunca te permitas temblar si no es por la pasión. 
Nunca te dejes arrastrar a ese lugar donde el peaje para no sufrir es negar la felicidad.

Marta Fernández

viernes, 14 de agosto de 2020

Generaciones

 

Antes de morir, mi madre dijo mamá, ven
mientras me miraba sin verme;
yo dije mamá, quédate  
abrazando su cuerpo diminuto
envuelto en pañales y olor a talco;
mi hija dijo mamá, no llores
y me acarició la cabeza consolándome.

 

Cuando mama murió, durante unos segundos
no tuvimos muy claros los lazos que nos unían
no supimos quién se había ido
y quién se había quedado
ni en qué momento de nuestras vidas
estábamos viviendo

o muriendo.

 

 Ana P. Cañamares 

Todo hijo es padre de la muerte de su padre



Todo hijo es padre de la muerte de su padre

"Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre.
Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla. Lento, lento, impreciso.

Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo. Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.

Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana - todo corredor ahora está lejos.

Es cuando uno de los padres antes dispuesto y trabajador fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda sus medicamentos.

Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida. Aquella vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz.

Todo hijo es el padre de la muerte de su padre.

Tal vez la vejez del padre y de la madre es curiosamente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.

Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres.

La primera transformación ocurre en el cuarto de baño.

Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera.

La barra es emblemática. La barra es simbólica. La barra es inaugurar el “destemplamiento de las aguas”.

Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos ningún momento.

La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes. Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas.

Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin escalones.

Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados. ¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros?

Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol. Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.

Feliz el hijo que es padre de su padre antes de su muerte. Y pobre del hijo que aparece solo en el funeral y no se despide un poco cada día. 

Mi amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos.

En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento:

- Deja que te ayude .

Reunió fuerzas y tomó por primera a su padre en su regazo.

Colocó la cara de su padre contra su pecho.

Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil , tembloroso.

Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable.

Meciendo a su padre de un lado al otro.

Acariciando a su padre.

Calmando a su padre.

Y decía en voz baja :

- Estoy aquí, estoy aquí, papá!

Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí".

(Fabrício Carpinejar "Todo filho é pai da morte de seu pai" versión al español Zorelly Pedroza)

lunes, 10 de agosto de 2020

Poemas / Yalal ad-Din Muhammad Rumi



Un momento de felicidad,
tú y yo sentados en la baranda,
aparentemente dos, pero uno en alma, tú y yo.
sentimos el Agua de Vida que fluye aquí,
tú y yo, con la belleza del jardín
y el canto de las aves.
Las estrellas nos mirarán,
y les mostraremos
lo que es ser una fina luna creciente.
Tú y yo fuera de nosotros mismos, estaremos juntos,
indiferentes a conjeturas inútiles, tú y yo.
Los papagayos del paraíso harán el azúcar crujir
mientras reímos juntos tú yo.
de una forma en este mundo,
y de otra en una dulce tierra sin tiempo.


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No vayas a ningún lado sin mí.
No dejes que nada suceda en el cielo aparte de mí,
o sobre la tierra, en este mundo o en aquel otro,
sin mi ser en su suceso.
Visión, no veas nada que yo no vea.
Lengua, no digas nada.
La manera en que la noche se conoce con la luna,
sé eso conmigo. Sé la rosa
más cercana a la espina que soy .
Quiero sentirme en ti cuando pruebes la comida,
en el arco de tu mazo cuando trabajes,
cuando visites amigos, cuando tú solo
subas al techo por la noche.
Nada hay peor que caminar por la calle
sin ti. No sé a dónde voy.
Tú eres el camino, y el conocedor de caminos,
más que mapas, más que amor.

{