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domingo, 13 de marzo de 2022

No hay integración en el rechazo

Empecé a ser consciente de mis privilegios el día que en mi círculo más cercano empezaron a entrar marroquíes. 

Empecé a tomar conciencia de mi posición en la sociedad en la que vivo el día que me escoció de esa manera una mirada que no iba dirigida a mí. 

Empecé a darme cuenta de qué iba eso de que “no puede haber integración en el rechazo” el día que sentí tanta vergüenza ajena de mis iguales que me vi en la obligación de pedir perdón por algo que yo no había hecho. 

Nadie puede venir a negarme lo que he visto. 

Nadie puede venir a cuestionarme lo que he vivido. 

Y, por encima de todo, nadie ni nada me hará olvidar lo que he sentido.

Las miradas de profundo asco y desprecio únicamente por estar hablando en árabe.
Las personas que se sujetan el bolso cuando los ven pasar cerca.
El que no deja de dirigirse a ellos como si fueran tontos por no controlar el idioma. El mismo que, casualmente, sólo sabe hablar en su lengua materna.
La pasajera que se levanta del sitio cuando se sientan a su lado. Inmediatamente. En su cara.
El funcionario de Extranjería que no les mira a la cara durante todo el trámite, aunque dure 40 minutos.
La funcionaria de Tráfico que les tira los papeles. Cada vez que tiene que darles uno. Cada puta vez.
El empleado de Correos que le levanta la voz, delante de todo el mundo, por haber puesto “Hanan” en el nombre y no “Hanane” como pone en su documento de identidad. Tremendo descuadre. Creciéndose ante el hecho de que la mujer no entiende bien el idioma y mucho menos el porqué de ese lío.
La chica que, cuando mi amiga le enseñó la foto de su novio, dijo: "Uy, si parece de los que ponen bombas".
El policía que sólo le pide la documentación a él, y de mala manera, mientras pasea con 4 españoles a los que no se dirige.
El policía que tras el toque de queda, sólo le para a él. Habiendo otros tantos en el mismo sitio, a la misma hora.
La dueña del piso que no se lo alquila a mi amiga porque "no quiere extranjeros". "Soy española". "Ya bueno, pero el nombre..."
La señora a la que se le rompieron las bolsas de la compra y cuando el joven se agachó a ayudarla, entre aspavientos, le dijo: “¡Quita, quita!”
El educador social que recriminó a los menores del centro: “¡Me da igual que sea Ramadán! Bajáis a desayunar como hace la gente normal”.
La empleada del aeropuerto que, cuando vio que la mujer con hijab y maletas iba a entrar en el ascensor en el que estábamos, le disparó a bocajarro: “No, no. Esta no entra”. Y que encima se tenga que callar, para que no digan que no se integran. Y que encima baje la cabeza, para no meterse en líos.
La camarera que les trató como ciudadanos de segunda y se ofendió cuando le respondieron como ciudadanos de segunda.
El camionero que, tras un control de aduanas, vio cómo 3 críos de apenas 12 años bajaron de los bajos de su vehículo y les escupió: “¿Pero y vuestros padres dónde están?” Sin dormir, señor. Preocupados por no saber dónde están sus hijos, por no saber si volverán a llamar. Angustiados por no poder darles lo que ellos creen merecer. Sintiéndose culpables por ello.

Si yo, sin ser el objeto directo de esos ataques, al vivirlo siento rabia hasta las lágrimas e ira hasta que me sale fuego de las manos, ¿cómo me voy a atrever a juzgar las reacciones de quienes sufren el rechazo y el racismo de forma gratuita y sistemática? ¿Por qué algunos, en pleno siglo XXI, todavía se creen que la tierra que pisan y el aire que respiran les pertenece? ¿Por qué nos creemos con el derecho a jugar a ser Dios?

Lo que está ocurriendo en España actualmente es lo que en países como Francia o Bélgica sucedió hace décadas. Y no somos capaces de aprender de ello. No somos capaces de anticiparnos sabiendo cuáles son las consecuencias de sembrar odio. No somos capaces de asumir que somos parte activa del problema. No somos capaces de entender lo peligroso que es el caldo de cultivo en el que nos bañamos a diario. 

Como rezaba Kery James, “(…) nos tratan como menos que nada y aún esperan que digamos '¡Viva la República!' No soy ningún ingrato, pero no me apetece darles las gracias. Crecí en las favelas de París y todo lo que he logrado aquí me lo he ganado yo. Es difícil sentirse francés sin el síndrome de Estocolmo. Soñando con una Francia única, con una sola identidad, se empeñan en discriminar siempre a las mismas minorías y juegan con el miedo de la gente. Este país pronto verá desvanecer la ilusión que se hace de sí mismo… ¿Cómo amar un país que se niega a respetarnos? ¿Quién se sorprendería si mañana todo esto terminase por estallar?"