Archivo del blog

miércoles, 3 de abril de 2019

Alzar el vuelo/ Rosa Montero


Hay una cosa inquietante de la edad, y es que te convierte en un superviviente. Van desapareciendo los conocidos, los amigos, los amados. Y te quedas sola.

De cuando en cuando hay periodistas que, para mi pasmo, me preguntan por qué escribo en mis novelas sobre la muerte. ¿Pero es que acaso se puede escribir sobre otra cosa? Todos hacemos todo en la vida contra la muerte, aunque no seamos conscientes de ello. Somos criaturas marcadas por la finitud, y la muerte es tan inhumana y tan anómala cuando la contemplamos desde la aguda conciencia de estar vivos, desde la plenitud de nuestros deseos, que no sabemos qué hacer con ese conocimiento aterrador. Por eso los humanos viven como si fueran eternos, o al menos casi todos lo hacen, salvo un puñado de neuróticos como Woody Allen o yo misma, que no podemos olvidarnos de la parca. Como decía Cicerón, siempre supe que era mortal.

Creo que es algo que nos pasa a muchos escritores; supongo que la mayoría nos sentimos más heridos por los mordiscos del tiempo que el individuo medio. Y quizá por eso escribimos, para poner un parapeto de palabras contra el vértigo. En realidad los humanos siempre hemos hecho cosas increíbles para intentar manejar la muerte inmanejable. Pirámides inmensas en medio del desierto con momias empeñadas en perdurar más allá de su destino de gusanera. Panteones de personajes ilustres que se hacen polvo bajo toneladas de recargados mármoles. Ceremonias funerarias diversas dependiendo de las culturas: piras, lápidas, criptas, crematorios, torres del silencio en donde los buitres se alimentan con los cuerpos, funerales, cánticos, banquetes de duelo, afeitados o laceraciones rituales, alaridos profesionales de plañideras. Qué difícil nos es la travesía de la muerte. Y sin embargo no es posible vivir con serenidad y con plenitud si no se alcanza antes cierto acuerdo con la muerte, con la propia y con la ajena.

En cuanto a la propia, poco hay que uno pueda hacer. En realidad el miedo a la muerte no es más que una defensa de nuestras células para posponer su desaparición e intentar perpetuarse. Si no nos angustia la plácida negrura que había antes de nuestro nacimiento, ¿por qué debe angustiarnos la oscuridad que vendrá después? Lo malo no es la muerte, sino el tránsito; por el posible sufrimiento y también por la pena de tener que abandonar esta vida tan bella. Como decía Salvatore Quasimodo, “cada uno está solo sobre el corazón de la Tierra / atravesado por un rayo de Sol. / Y de pronto, anochece”. Me gustaría llegar a ser lo suficientemente sabia como para no arruinar el fulgor de ese breve rayo con mis temores.

Más difícil aún me parece aceptar la muerte de los otros. Hay una cosa inquietante de la edad, y es que te convierte en un superviviente. Van desapareciendo a tu alrededor los conocidos, los amigos, los amados, y si alcanzas una edad muy longeva te quedas sola, único árbol en pie de un bosque quemado. Ahora que las baldas de mi biblioteca empiezan a llenarse alarmantemente con las fotos de los caídos, siento la urgencia de encontrar un consuelo, un acomodo, alguna manera de sobrellevar el peso de tantas ausencias. Porque nuestros muertos se acumulan sobre nosotros, como me dijo el escritor Amos Oz en una entrevista que le hice en Israel en 2007: “Cuando se te muere alguien, un padre, un hermano, alguien cercano a tu corazón, tú recoges ese muerto y lo metes dentro de ti, lo introduces en tus entrañas y te quedas embarazado de ese muerto para siempre jamás. Todos caminamos por la vida preñados de nuestros muertos. En el caso de los judíos, lo que sucede es que estamos muy, muy embarazados, porque tenemos muchísimos muertos a las espaldas”.

Supongo que, a medida que envejecemos, todos nos aproximamos a esa preñez masiva de los judíos que señalaba Oz. Vamos construyendo nuestro pequeño panteón en el rincón más íntimo del pecho, o más bien nos vamos convirtiendo nosotros en panteones vivos. Si se mira bien, es reconfortante que sea así. Tu gente y tus animales queridos van reuniéndose ahí dentro, se acompañan y te acompañan. Ahora que un nuevo amigo acaba de sumarse a mi paisaje interior, al mundo silencioso y sumergido que me crece dentro, este pensamiento me hace sentir cierta ligereza, cierto sosiego. Como dice el poeta mexicano Elías Nandino, “morir es alzar el vuelo. Sin alas. Sin ojos. Y sin cuerpo."

No hay comentarios: