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domingo, 15 de marzo de 2020

Las uvas de la ira/ El capitalismo canalla



“Y en los ojos de la gente hay una expresión de fracaso, y en los ojos de los hambrientos hay una ira que va creciendo. 
En sus almas las uvas de la ira van desarrollándose y creciendo, y algún día llegará la vendimia.”

(Las uvas de la ira/ John Steinbeck)

Se cumplen 80 años del estreno de Las uvas de la ira de John Ford. Basada en una página real de la historia de los Estados Unidos: el Dust Bowl. Una sequía que duró siete años, tras los cuales llegaron brutales inundaciones, y se extendió desde el golfo de México hasta Canadá. Tres millones de personas dejaron sus granjas durante la década de 1930. El desastre medioambiental, que se unió a la Gran Depresión, se caracterizó por inmensas nubes de polvo y arena que escondían la luz del sol y a las que llamaron “ventiscas negras” o “viento negro”. Un escenario totalmente apocalíptico.

Y a la bíblica desolación se unieron las deudas de bancos usureros que concedían créditos abusivos, los desahucios, el hambre y en algunos casos hasta la muerte por inanición.

Lo más duro de la novela es el certero reflejo de la injusticia y deshumanización que conlleva el capitalismo. No solo muestra a los que se aprovechan de manera mezquina de los necesitados, también de la competitividad entre esos necesitados, gente que está lejos de enfrentarse al enemigo que los oprime de verdad. Por eso la novela y la película siguen, todavía hoy, tan vigentes. Y lo más irónico es que esta película, de evidente mensaje anticapitalista, fue prohibida por Stalin porque mostraba que hasta los estadounidenses más pobres ¡podían comprarse coches!

Y aunque hoy nos parezca terrible, en la población donde nació Steinbeck (Salinas, una de las ciudades a las que huían los jornaleros) le amenazaron de muerte y tuvo que abandonarla. Sus vecinos llegaron a organizar quemas públicas de sus obras, en plan nazi. Afortunadamente, décadas después los descendientes de aquellos hambrientos jornaleros construyeron un centro para honrar la memoria de Steinbeck.

Ford fue un hombre ideológicamente contradictorio, un tipo de ideas conservadoras pero que era capaz de rodar Las uvas de la ira o ¡Qué verde era mi valle! (sobre una humilde familia de mineros) y de hacer películas en favor de los indios (Otoño Cheyenne), los negros (El sargento negro) y las mujeres (Siete mujeres). Pero, en Holywood, muchos pensaron que la elección de Ford para la adaptación de la novela de Steinbeck era extraña y arriesgada. El resultado fue otra sensible y poética película, una de las más grandes obras de su filmografía.

El proyecto de Twentieth Century-Fox de adaptar la novela Steinbeck era de los más mimados y deseados del estudio. El impacto social de la novela, que habla del sufrimiento de unos jornaleros emigrantes en la Gran Depresión, fue tan importante que inspiró un movimiento en el Congreso norteamericano para aprobar una legislación en favor de los jornaleros del campo. Y todo lo consiguió un libro, algo que hoy es realmente impensable.

Las uvas de la ira acabó siendo la novena película más taquillera del año en Estados Unidos y logró dos Oscar. Pero si por algo será siempre recordada La uvas de la ira es por su maravilloso final. En él, Ma, uno de los personajes femeninos más grandes de la historia del cine, anima a su gente, a su familia, que se dirige a un nuevo trabajo como jornaleros: “La mujer se adapta mejor que el hombre. Los hombres vivís como si fuera a golpes. Nace un niño, muere alguien... a golpes. Tienes tu tierra y te la quitan. Otro golpe. Pero la mujer vive las cosas más seguidas, como un río. Hay remolinos y cascadas, pero el agua sigue andando siempre. Las mujeres somos de esa manera. Nacen y mueren nuevos seres, y sus hijos nacen y mueren también. Pero nosotros estamos vivos y seguimos caminando. No pueden acabar con nosotros ni aplastarnos, saldremos siempre adelante. Porque somos la gente”.

La novela de Steinbeck no acababa así, acababa de forma más triste, oscura, demoledora. La joven Rosaharn Rivers da a luz a un bebé muerto y acaba ofreciendo sus pechos, llenos de leche, a un hombre que se está muriendo de hambre. Nadie hubiese aceptado eso en una sala de cine en 1940 y nadie en Hollywood hubiese permitido estrenar una película con un final tan bestia y, desgraciadamente, tan real.

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