Parecía valiente con su vaso de bourbon y su pestañeo más lento de lo habitual.
Los codos en la barra y la mirada en la puerta.
Esperando que no pasara lo que al final iba a pasar.
Que reapareciera ella en el último garito de la última ciudad.
Parecía un héroe en el exilio. Un francotirador emocional.
Y sin embargo Rick no era más que un cobarde.
Uno que acaba en Casablanca intentando huir de sí mismo.
Tan valiente que no es ni capaz de escuchar una canción.
Buscaba, como buscan los débiles, la distancia para pulverizar esa determinación ciega del amor.
Esa que convierte a todo hombre en un héroe, como decía Platón. Platón, que por algo supo ver la metadona del mundo ideal, creía en el miedo.
Y sabía que es un sentimiento extraño que no se puede domar.
Pero no avisaba de que todo puede terminar en catástrofe cuando el miedo manda sobre todo lo demás. Cuando se convierte en el refugio en el que atrincherarse si la vida viene a despeinarnos con su huracán. Así se esconde Rick, como todos los cobardes, para tratar de controlar los daños, sin darse cuenta de que es más persistente la herida de huir que la de exponerse.
Que si el terror no se puede mitigar tampoco se puede apaciguar el amor.
Y el amor negado duele.
Rick se queda en su barra, pidiendo que le disparen al corazón porque allí crece un vacío donde las balas naufragarán.
O eso cree. Se ha quedado callado.
Para no tener que explicarse a sí mismo su única cobardía, que es, además, la peor.
A quien le quema querer, le quema también hablar.
Se protege en su burbuja de silencios obstinados. Silencios blindados como el de Mr. Stevens, primer mayordomo de Darlington Hall.
Con las pupilas perdidas en cualquier lugar menos en quien le ama.
Anthony Hopkins deja sus ojos en un punto ciego como una muralla imaginaria en Lo que queda del día cuando Emma Thompson le aborda en la habitación.
Es el paradigma del cobarde.
El cobarde que no puede ni mirar.
El que no dice lo que quiere decir.
La escena es perfecta. Lo explica todo en medio metro que parece un infinito y en un libro que se ha transformado en coraza. Hopkins se aferra a su tapa como si fuera un salvavidas.
No puede permitir que su lectura revele algo de él.
Sabe que lo que leemos nos desnuda.
No está dispuesto a ceder ni un milímetro de su intimidad.
«Este es mi tiempo de privacidad. Lo está invadiendo usted».
Emma Thompson todavía coquetea con él sin darse cuenta de que el miedo ya ha ganado.
Se ha quedado con las fichas. Ha saltado la banca.
Aquel pobre cobarde nunca se va a dejar.
Ni siquiera va a apostar.
No terminaremos de saber de dónde nace ese pavor cotidiano.
Ese miedo que se alimenta de las heridas que quiere negar.
Del dolor.
Del fantasma del rechazo.
De la culpa quizá.
De ese ladrido constante de la conciencia sabía mucho Spencer Tracy. Católico y flagelado. Esposo de una mujer que lo dejó todo para que él pudiera volar. Padre de un niño sordo. Infiel atormentado repartidor de tormentos. Amante de Loretta Young, de Betty Hanna, de Ingrid Bergman, que podría haberlo sido de Bette Davis, que lo fue finalmente de Katharine Hepburn.
Culpable con razones, sin valor para dejar de serlo.
A la Hepburn la amó quizá porque nunca pudo tenerla.
Dicen que no le dijo que la quería más allá de la pantalla.
Dicen que ella no lo pretendía escuchar.
Que prefería a un cobarde carcomido por el peso del pecado que a un cobarde pegado a sus faldas que no la dejara respirar. O pegado a su pantalón.
Porque aquella mujer de belleza aristada nunca fue una amante maternal. No era como las demás.
Ella controlaba la situación. Era dueña de la valentía y del placer.
La valentía tozuda con la que se ama a un cobarde que no se permite querer.
Así estuvo veinticinco años.
Con el católico que prefería la penitencia a vivir con ella.
Nunca compartieron techo ni fueron juntos de vacaciones.
Él prometió que no abandonaría su casa cuando supo que su hijo jamás podría decir papá.
Esa evidencia le pesaba como un pecado mortal. Y le desgarró.
Como si el niño pagara el castigo por un padre que se había metido en tantas camas distintas al lecho conyugal.
Parecía obviar, como obvian los cobardes,
que quien elige ese castigo no lo reserva solo para él.
Le molestaba a Katharine Hepburn aquella anécdota que se contaba del día que se conocieron.
Que ella le habría dicho a Tracy «soy demasiado alta para usted».
Se lo repetían en las entrevistas aunque lo negara con ese mohín de enfado aristocrático.
Porque estaba claro que era más alta. Porque ella sabía que no hablaban solo de centímetros.
Sabía que solo enterrando la cobardía se puede crecer. Se puede vivir.
Parece que es el valiente el que sale tocado de esta farsa del amar sin amar.
Se lleva, por supuesto, el golpe del que se lanza con toda la caballería y acaba en un precipicio emocional.
Pero la peor herida es la del otro.
La del que no se atreve.
El que se guarda sin darse cuenta de que guardándose está perdiéndolo todo.
Y se quedan los cobardes viviendo en una colección de condicionales que nunca son.
Abrazaría. Diría. Haríamos.
Y nadie abraza. Ni nadie dice. Ni nadie hace.
Porque el cobarde prefiere su presente continuo en continua repetición.
Como en la rueda de un hámster, dejando que la inercia decida por él.
En ese palacio de las inercias del que no es posible salir vive Hamlet, incapaz de hacer lo que tiene que hacer.
Hamlet, cobarde máximo, portador de la súplica del fantasma de su padre, carga con la profecía de un asesinato que no puede cometer.
«La conciencia así hace a todos cobardes».
Y aunque ha prometido matar a su tío, rechaza la oportunidad cuando la tiene.
Y enfunda el puñal cuando está a punto de hundirlo en su carne.
Y no se da cuenta de que es su propia sentencia de muerte la que acaba de firmar.
Esa es la sentencia del cobarde: la del que se decide a ejecutar cuando el momento ha pasado.
Cuando ya no puede ser.
Hamlet se enreda en sus palabras para no actuar, construye retóricas para no pasar a la acción.
Un hombre paralizado con el pensamiento dividido en cuatro partes: tres de cobardía y solo una de prudencia.
Y cuando se dice ser o no ser realmente se está interrogando sobre si actuar o no actuar.
Interrumpe Ofelia su soliloquio y Hamlet parece ponerla sobre aviso diciendo lo que no se atreverá a decirle jamás: «la hermosa Ofelia, ninfa en tus plegarias, nunca olvides mis pecados».
Porque sabe que su verdadero pecado es el de la omisión.
Que del mismo modo que omite la venganza, omitirá el amor.
Hamlet no tiene el valor para cumplir su destino como no lo tiene para querer.
Dulce, hermosa, suicida Ofelia, escucha esa plegaria que dice que no te enamores de él.
Como todos los cobardes, Hamlet espera el momento de actuar, de empezar la nueva vida del príncipe vengador.
Pero el momento no existe sin el fogonazo de la resolución.
Ahí está la diferencia: el cobarde cree que el momento llegará y el valiente se atreve a construirlo. Cabalga sobre el carpe diem y hace lo que tiene que hacer. Matar. Morir. Vivir. Amar.
Ser por encima de no ser. Actuar.
Porque esperar el momento es vivir anestesiado.
Esperar el momento es malvivir.
Como malvive Rick con un agujero que late doloroso en el lugar donde un día estalló su corazón.
Quizá ese es el problema.
La obsesión por proteger el corazón.
Quizá el cobarde solo tiene miedo del dolor.
Quizá todo parte de la absurda idea de que para no arriesgarse al maremoto de la pena es mejor no sentir.
«Tengo tanto miedo a perder aquello que amo que me niego a amar nada».
Jonathan Safran Foer pone la frase en la boca de un hombre atemorizado que ni siquiera llega a confesar su pavor.
Muchos años después, ese hombre sospecha que esas palabras habrían convertido lo imposible en posible, lo infeliz en feliz.
Pero no las supo pronunciar.
Tan fuerte, tan cerca es una historia de seres rotos condenados a echar de menos.
Unos por la muerte. Otros porque se quedaron sin fuerzas para luchar.
Es la historia de Oskar, un niño que pierde a su padre en las Torres Gemelas y que reconstruyendo el pasado se encuentra con las heridas de sus abuelos.
«Me pasé la vida aprendiendo a sentir menos.
Cada día sentía menos.
¿Eso es madurar? ¿O es algo peor?
Uno no puede protegerse de la tristeza sin protegerse al mismo tiempo de la felicidad».
La abuela de Oskar ha tenido que llegar a vieja para comprender lo que hizo mal.
Qué fue lo que no hizo.
Lo que se quedó sin más recuerdo que el de la frustración.
Es fácil verlo después.
Cuando el tiempo se ha esfumado intentando conjurar la tristeza y no queda más que el dolor.
«Lamento que haga falta una vida para aprender a vivir, Oskar.
Porque si pudiera volver a vivir mi vida, haría las cosas de manera distinta».
Y la abuela avisa al nieto superdotado para que no cometa el mismo error.
Para que reniegue del miedo.
Para que no tenga que lamentarse cuando sea mayor.
«Entre las cosas hay una de la que no se arrepiente nadie en la tierra.
Esa cosa es haber sido valiente».
A la abuela de Oskar le habría ido bien leer a Borges, que sabía que el peor de los pecados es no ser feliz.
Si su prosa está hecha de laberintos, su poesía deambula por los caminos que no se atrevió a recorrer.
El camino del amor que le amenaza, de esa mujer que le duele en todo el cuerpo, de esa esquina por la que no se atreve a pasar.
«Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue», se pregunta en un soneto que tituló «Lo perdido».
Quizá no haría falta decir más.
Pero lo explica Borges, ya anciano, con falsa prosa, en «Posesión del ayer».
«Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. (…) Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos».
El paraíso perdido es el único que les queda a los cobardes.
El que se atisba desde el infierno de la fobia, más allá de las llamas donde arde lo que nunca fue.
El paraíso imposible de la abuela de Oskar con la mirada siempre en el pasado.
El de Hamlet sepultado en vida por la inacción.
El de Spencer Tracy que nunca tuvo la altura necesaria para querer.
El de los verbos en condicional que quieren ser conjugados en presente de verdad perfecto.
El del libro como un escudo en las manos de un mayordomo.
El paraíso parisino que recordaba ese falso valiente que se perdió en Casablanca cuando todo lo perdió.
Nunca te enamores de cobardes, debería haberle dicho la abuela al niño.
Nunca te permitas temblar si no es por la pasión.
Nunca te dejes arrastrar a ese lugar donde el peaje para no sufrir es negar la felicidad.
Marta Fernández