Os voy a contar algo: Las mujeres estamos rotas. Puede que alguna no lo esté, pero casi todas estamos rotas y recompuestas. Por completo o en gran o menor medida, de forma visible o invisible, conscientes de ello o no. Estamos rotas. Podemos pasarnos la vida localizándonos los agujeros de las entretelas y zurciendo, cosiendo, recomponiendo allá donde encontramos un rasgón. A veces sabemos que estamos rotas y no nos encontramos dónde. A veces lo encontramos y no sabemos cómo repararnos. A veces no sabemos que lo estamos. Y a menudo no recordamos, no estamos seguras de cuándo y cómo y por qué nos rompimos, pero nos cosemos zurcidos variopintos y tantas veces invisibles.
Estamos rotas, pero generalmente no nos hemos roto nosotras ni las circunstancias. Lo normal es que nos haya roto alguien, generalmente un hombre o varios, y no por desamor o desengaño romántico, no. Por maltrato, abuso psicológico o abuso sexual de algún tipo, pues no sólo la penetración contra la pared de un callejón oscuro, en un portal, una fiesta o en un dormitorio presuntamente seguro supone violación o abuso. Hay mil y una formas de abusar sexualmente de una mujer y las perpetran hasta los niños porque a eso nacen, eso ven como normal en el mundo al que arriban.
En la abrumadora mayoría de los casos nos rompe alguien cercano, incluso un familiar, incluso un padre. Un tío que nos sienta en las rodillas y nos mete la mano infantil en su bragueta como quien juega a hacer cosquillas, un amigo de la familia que nos abraza más fuerte de la cuenta y nos clava su erección en el estómago o nos besa con un leve roce de la lengua en la comisura del labio cuando nadie mira, un hermano mayor que usa nuestro cuerpo como campo de pruebas de su pubertad emergente. Todos ellos, un padre, incluso, se nos meten en la cama en silencio y no encuentran resistencia. Porque somos muy jóvenes, incluso muy pequeñas para saber qué significa, porque son nuestros adultos cercanos y protectores, y no estamos muy seguras de que esté sucediendo nada malo, y queremos ser buenas, que para eso nos educan a las mujeres, y no malinterpretar, no molestar, no dar lugar a, no provocar nada ni que nadie piense que lo hemos hecho. Y normalizamos. Y callamos. Y asumimos que esa es la vida.
También pueden ser un grupo de pares en un colegio, levantando la falda a una compañera sujeta por otro niño para curiosear y saber qué se esconde en las bragas de una niña, o para demostrarle que ellos mandan, que tocan lo que quieran, que para eso son niños. Sí, los niños del patriarcado también demuestran su pequeña testosterona. O un novio impaciente que se niega a parar cuando se lo decimos, o un amigo que nos acusa de calentar cosas que no pensamos comernos. El novio de nuestra madre, el padre de nuestra amiga, el entrenador, el vecino, el exhibicionista del parque, el profesor de religión, el entrevistador de una empresa a cuya oferta de trabajo optamos, el jefe, el hijo del jefe, el amigo del jefe, el marido, el hermano del marido, que siempre que puede nos pega el magreo correspondiente. No son todos los hombres, pero los que son, lo son siempre, lo hacen muchas veces. Así que, al final, por mera estadística, sí somos todas las mujeres.
Hemos visto esos rotos en el cine y en la cultura terapéutica. Podemos imaginar el trauma y la culpa, la fractura simbólica que puede suponer algo así. Pero no podemos imaginar todas las fracturas invisibles que se nos forman y no es tan sencillo reparar. Niñas que pierden la confianza en quienes las protegen -es decir, en su mundo entero-, que aprenden a tener miedo de los hombres y con razón, que se convencen de que han hecho algo para merecerlo, mujeres que, de adultas, no logran relacionarse de manera fluida con los hombres porque hay una precaución latente que no se logra identificar ni superar, aunque sí se tenga consciencia del abuso.
Mujeres que no soportan el olor a cloro de las piscinas cubiertas, aunque no recuerdan que fueron violadas en un vestuario cierta tarde de sus trece años en la que se entretuvieron al recoger sus cosas. Otras que no toleran la cercanía de alguien que las abusó de jóvenes y tampoco saben por qué. La psique sabe sepultar muy bien aquello que es incapaz de procesar sin romperse y no volver a emergerlo nunca, o bien hacerlo al cabo de tantos años que una se queda perpleja. Algunas no pueden llevar una minifalda cómodamente sin sentir que tienen la vagina expuesta y accesible, pero no lo relacionan con la angustia de aquel día en que pasó el ritual de iniciación del grupo de pares del barrio y dejó que le metieran la mano bajo la falda los tres que fueron escogidos por la botella giratoria, total, cosas de jóvenes que no van a ningún sitio. Otras no pueden sentarse con las piernas abiertas como hay quien tiene vértigo a las alturas. Muchas no saben que no es que estén obesas, es que tienen un trastorno de la conducta alimentaria, ya sea bulimia o anorexia, que es una de las maneras en la que asoman las secuelas de tantos abusos que atentan contra el propio cuerpo, conocidos o no. Unas no quieren ni oír hablar del sexo. Otras lo buscan con llamativa compulsión. Entre medias, todos los tonos de gris.
Culpa, miedo, desvaloración, depresión, dolor, inseguridad, anorgasmia, obesidad, miles de adaptaciones del carácter, también llamadas pedradas, a fin de sobrevivir psíquica y emocionalmente. Las secuelas invisibles son innumerables y las formas que tenemos de repararlas, reconstruirnos y seguir adelante también. Aceptación, negación, reproducción del maltrato, sublimación en algo hermoso. Tantos procesos y maneras como mujeres abusadas hay en el mundo y todas suponen una proeza y un acto de supervivencia.
Así que cuando os preguntéis qué nos mueve, por qué somos como somos, qué nos afecta o duele, cuál es nuestra pedrada, antes de tacharnos de locas recordad que cada mujer es un mundo, al igual que cada hombre. Pero, a diferencia de vosotros, el 80% de nosotras estamos rotas por algún sitio sólo por el hecho de haber nacido mujeres, y a eso hay que sumarle las mismas fracturas y problemas que el resto del mundo, el masculino. Estamos rotas y recompuestas con mucho esfuerzo, contad con ello. O contribuid a que las nuevas generaciones de hombres dejen de romper mujeres.
Del muro de Zoe Guevara.
Estamos rotas, pero generalmente no nos hemos roto nosotras ni las circunstancias. Lo normal es que nos haya roto alguien, generalmente un hombre o varios, y no por desamor o desengaño romántico, no. Por maltrato, abuso psicológico o abuso sexual de algún tipo, pues no sólo la penetración contra la pared de un callejón oscuro, en un portal, una fiesta o en un dormitorio presuntamente seguro supone violación o abuso. Hay mil y una formas de abusar sexualmente de una mujer y las perpetran hasta los niños porque a eso nacen, eso ven como normal en el mundo al que arriban.
En la abrumadora mayoría de los casos nos rompe alguien cercano, incluso un familiar, incluso un padre. Un tío que nos sienta en las rodillas y nos mete la mano infantil en su bragueta como quien juega a hacer cosquillas, un amigo de la familia que nos abraza más fuerte de la cuenta y nos clava su erección en el estómago o nos besa con un leve roce de la lengua en la comisura del labio cuando nadie mira, un hermano mayor que usa nuestro cuerpo como campo de pruebas de su pubertad emergente. Todos ellos, un padre, incluso, se nos meten en la cama en silencio y no encuentran resistencia. Porque somos muy jóvenes, incluso muy pequeñas para saber qué significa, porque son nuestros adultos cercanos y protectores, y no estamos muy seguras de que esté sucediendo nada malo, y queremos ser buenas, que para eso nos educan a las mujeres, y no malinterpretar, no molestar, no dar lugar a, no provocar nada ni que nadie piense que lo hemos hecho. Y normalizamos. Y callamos. Y asumimos que esa es la vida.
También pueden ser un grupo de pares en un colegio, levantando la falda a una compañera sujeta por otro niño para curiosear y saber qué se esconde en las bragas de una niña, o para demostrarle que ellos mandan, que tocan lo que quieran, que para eso son niños. Sí, los niños del patriarcado también demuestran su pequeña testosterona. O un novio impaciente que se niega a parar cuando se lo decimos, o un amigo que nos acusa de calentar cosas que no pensamos comernos. El novio de nuestra madre, el padre de nuestra amiga, el entrenador, el vecino, el exhibicionista del parque, el profesor de religión, el entrevistador de una empresa a cuya oferta de trabajo optamos, el jefe, el hijo del jefe, el amigo del jefe, el marido, el hermano del marido, que siempre que puede nos pega el magreo correspondiente. No son todos los hombres, pero los que son, lo son siempre, lo hacen muchas veces. Así que, al final, por mera estadística, sí somos todas las mujeres.
Hemos visto esos rotos en el cine y en la cultura terapéutica. Podemos imaginar el trauma y la culpa, la fractura simbólica que puede suponer algo así. Pero no podemos imaginar todas las fracturas invisibles que se nos forman y no es tan sencillo reparar. Niñas que pierden la confianza en quienes las protegen -es decir, en su mundo entero-, que aprenden a tener miedo de los hombres y con razón, que se convencen de que han hecho algo para merecerlo, mujeres que, de adultas, no logran relacionarse de manera fluida con los hombres porque hay una precaución latente que no se logra identificar ni superar, aunque sí se tenga consciencia del abuso.
Mujeres que no soportan el olor a cloro de las piscinas cubiertas, aunque no recuerdan que fueron violadas en un vestuario cierta tarde de sus trece años en la que se entretuvieron al recoger sus cosas. Otras que no toleran la cercanía de alguien que las abusó de jóvenes y tampoco saben por qué. La psique sabe sepultar muy bien aquello que es incapaz de procesar sin romperse y no volver a emergerlo nunca, o bien hacerlo al cabo de tantos años que una se queda perpleja. Algunas no pueden llevar una minifalda cómodamente sin sentir que tienen la vagina expuesta y accesible, pero no lo relacionan con la angustia de aquel día en que pasó el ritual de iniciación del grupo de pares del barrio y dejó que le metieran la mano bajo la falda los tres que fueron escogidos por la botella giratoria, total, cosas de jóvenes que no van a ningún sitio. Otras no pueden sentarse con las piernas abiertas como hay quien tiene vértigo a las alturas. Muchas no saben que no es que estén obesas, es que tienen un trastorno de la conducta alimentaria, ya sea bulimia o anorexia, que es una de las maneras en la que asoman las secuelas de tantos abusos que atentan contra el propio cuerpo, conocidos o no. Unas no quieren ni oír hablar del sexo. Otras lo buscan con llamativa compulsión. Entre medias, todos los tonos de gris.
Culpa, miedo, desvaloración, depresión, dolor, inseguridad, anorgasmia, obesidad, miles de adaptaciones del carácter, también llamadas pedradas, a fin de sobrevivir psíquica y emocionalmente. Las secuelas invisibles son innumerables y las formas que tenemos de repararlas, reconstruirnos y seguir adelante también. Aceptación, negación, reproducción del maltrato, sublimación en algo hermoso. Tantos procesos y maneras como mujeres abusadas hay en el mundo y todas suponen una proeza y un acto de supervivencia.
Así que cuando os preguntéis qué nos mueve, por qué somos como somos, qué nos afecta o duele, cuál es nuestra pedrada, antes de tacharnos de locas recordad que cada mujer es un mundo, al igual que cada hombre. Pero, a diferencia de vosotros, el 80% de nosotras estamos rotas por algún sitio sólo por el hecho de haber nacido mujeres, y a eso hay que sumarle las mismas fracturas y problemas que el resto del mundo, el masculino. Estamos rotas y recompuestas con mucho esfuerzo, contad con ello. O contribuid a que las nuevas generaciones de hombres dejen de romper mujeres.
Del muro de Zoe Guevara.
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