Archivo del blog

viernes, 27 de febrero de 2009

Epicuro

En su jardín de Atenas, Epicuro hablaba contra los miedos.
Contra el miedo a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso.
Es pura vanidad, decía, creer que los dioses se ocupan de nosotros. Desde su inmortalidad, desde su perfección, ellos no nos otorgan premios ni castigos. Los dioses no son terribles porque nosotros, efímeros, mal hechos, no merecemos nada más que su indiferencia.
Tampoco la muerte es terrible, decía. Mientras nosotros somos, ella no es; y cuando ella es, nosotros dejamos de ser.
¿Miedo al dolor? Es el miedo al dolor el que más duele, pero nada hay más placentero que el placer cuando el dolor se va.
¿Y el miedo al fracaso? ¿Qué fracaso? Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco, pero ¿qué gloria podría compararse al goce de charlar con los amigos en una tarde de sol? ¿Qué poder puede tanto como la necesidad que nos empuja a amar, a comer, a beber?
Hagamos dichosa, proponía Epicuro, la inevitable mortalidad de la vida...

Espejos. E. Galeano

¿Cómo pudimos?

Ser boca o ser bocado, cazador o cazado. Ésa era la cuestión.
Merecíamos desprecio, o a lo sumo lástima. En la intemperie enemiga, nadie nos respetaba y nadie nos temía. La noche y la selva nos daban terror. Éramos los bichos más vulnerables de la zoología terrestre, cachorros inútiles, adultos pocacosa, sin garras, ni grandes colmillos, ni patas veloces, ni olfato largo.
Nuestra historia primera se nos pierde en la neblina. Según parece estábamos dedicados no más que a partir piedras y a repartir garrotazos.
Pero uno bien puede preguntarse: ¿No habremos sido capaces de sobrevivir, cuando sobrevivir era imposible, porque supimos defendernos juntos y compartir la comida?
Esta humanidad de ahora, esta civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, ¿habría durado algo más que un ratito en el mundo? ...

Espejos. E. Galeano

El arte de dibujarte

En algún lecho del golfo de Corinto, una mujer contempla, a la luz del fuego, el perfil de su amante dormido.
En la pared, se refleja la sombra.
El amante, que yace a su lado, se irá. Al amanecer se irá a la guerra, se irá a la muerte. Y también la sombra, su compañera de viaje, se irá con él y con él morirá.
Es noche todavía. La mujer recoge un tizón entre las brasas y dibuja, en la pared, el contorno de la sombra.
Esos trazos no se irán.
No la abrazarán, y ella lo sabe. Pero no se irán.

Espejos- E.Galeano

jueves, 12 de febrero de 2009

Parientes

En 1992, mientras se celebraban los cinco siglos de algo así como la salvación de las Américas, un sacerdote católico llegó a una comunidad metida en las hondonadas del sureste mexicano. Antes de la misa, fue la confesión.
En lengua tojolobal, los indios contaron sus pecados.
Carlos Lenkersdorf hizo lo que pudo traduciendo las confesiones, una tras otra, aunque él bien sabía que es imposible traducir esos misterios:
–Dice que ha abandonado al maíz –tradujo Carlos–. Dice que muy triste está la milpa. Muchos días sin ir.
–Dice que ha maltratado al fuego. Ha aporreado la lumbre, porque no ardía bien.
–Dice que ha profanado el sendero, que lo anduvo macheteando sin razón.
–Dice que ha lastimado al buey.
–Dice que ha volteado un árbol y no le ha dicho por qué.
El sacerdote no supo qué hacer con esos pecados, que no figuran en el catálogo de Moisés.

E. Galeano.
Para Josu Sein.. él ya sabe porqué.

Las trampas del tiempo



Sentada de cuclillas en la cama, ella lo miró largamente, le recorrió el cuerpo desnudo de la cabeza a los pies, como estudiándole las pecas y los poros, y dijo:
–Lo único que te cambiaría es el domicilio.
Y desde entonces vivieron juntos. fueron juntos, y se divertían peleando por el diario a la hora del desayuno, y cocinaban inventando y dormían anudados.
Ahora este hombre, mutilado de ella, quisiera recordarla como era. Como era cualquiera de las que ella era, cada una con su propia gracia y poderío, porque esa mujer tenia la asombrosa costumbre de nacer con frecuencia.
Pero no. La memoria se niega. La memoria no quiere devolverle nada más que ese cuerpo helado donde ella no estaba, ese cuerpo vacío de las muchas mujeres que fue.
E. Galeano

martes, 3 de febrero de 2009

Ventana sobre una mujer

Esa mujer es una casa secreta.
En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas.
En las noches de invierno, humea.
Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
Yo atravieso el hondo foso que la rodea. En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá. Muy suavemente golpeo a la puerta, y espero.


La otra llave no gira en la puerta de calle.
La otra voz, cómica, desafinada, no canta desde la ducha.
En el baño no hay huellas de otros pies mojados.
Ningún olor caliente viene de la cocina.
Una manzana a medio comer, marcada por otros dientes, empieza a pudrirse sobre la mesa.
Un cigarrillo a medio fumar, muerto gusano de ceniza, tiñe el borde del cenicero.
Pienso que debería afeitarme. Pienso que debería vestirme. Pienso que debería.
Llueve agua sucia dentro de mí.


Nadie podrá matar aquel tiempo, nadie nunca podrá: ni siquiera nosotros. Digo: mientras estés, donde estés, o mientras esté yo. Dice el almanaque que aquel tiempo, aquel tiempito, ya no es; pero esta noche mi cuerpo desnudo te está transpirando.

Las palabras andantes. E. Galeano.