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martes, 16 de octubre de 2018

Defendiendo la tristeza


“La tristeza es una de las más importantes, bellas y fructíferas emociones que experimentamos los seres humanos. Es la mensajera de lo que hemos perdido, de lo que nos importa, de lo que nos da sentido. Es la invitación a la reflexión frente al misterio de la vida y la muerte, es el llamado a valorar lo que tuvimos, a inclinarnos frente a los que nos dieron tanto y ya no están.

La tristeza es compañera indispensable, junto a otras emociones, de los procesos de aprendizaje profundos, de los ascensos de nuestros niveles de conciencia. ¿Cómo podríamos darnos cuenta, sin experimentarla, de lo que no apreciamos en otros tiempos cuando no teníamos ojos para ello?

Ella viene cuando experimentamos la pérdida de algo que nos importa o cuando agrandamos el mundo de lo que nos importa. También viene como un susurro espiritual, haciéndonos saber de pérdidas que los seres humanos hemos experimentado como especie, viejas heridas que pertenecen a tiempos anteriores a nuestra existencia personal, y que debemos sanar colectivamente.

Desafortunadamente, hemos dejado de escucharla, de poner atención a su mensaje, de permitirle que haga su trabajo. Esto se debe al temor de que se transforme en un estado de ánimo, es decir, de que se haga permanente, que estemos tristes no cuando enfrentamos determinadas circunstancias, sino que “independientemente” de las circunstancias, recurrentemente. Generalmente caemos en estados de ese tipo cuando se apoderan de nosotros ciertos juicios de la vida o de nosotros mismos. Eso ya es todo un tema de coaching.

Como lo he dicho muchas veces, la tristeza tiene mala prensa. Por ello, cuando nos visita recurrimos a la entretención, a la distracción, a cualquier otro quehacer menos al que ella nos invita. El resultado está a la vista, tenemos una epidemia de depresión, el resultado precisamente de negarnos a escuchar la emoción que nos orienta hacia el sentido de la vida.

La tristeza busca el silencio, nos aleja del mundo por un rato para mirarlo con cierta distancia, con una nueva perspectiva, invitándonos a valorar lo que tenemos y lo que hemos perdido.

La tristeza nos llama a los pasos lentos, sugiriéndonos mirarlo todo como si por primera vez. Nos inclina para que apreciemos la Tierra, y nos llena de lágrimas para limpiar la mirada. Nos invade, nos aprieta la garganta, nos estremece misteriosamente. Nos hace visitar el sinsentido, la desesperanza, la pequeñez de nuestra existencia, sólo para que podamos apreciar más tarde nuestra grandeza, el propósito de la vida y el calor de la esperanza. Y nos lleva al llanto, y con él humildemente tocamos nuestra impotencia, sólo para agradecer más tarde que nos ha llenado de una voluntad fresca, misteriosa, espiritual.

Cuando tengo el privilegio de trabajar con mis estudiantes, uno de los primeros pasos que damos consiste en legitimar la tristeza, en aceptarla como un regalo. Sólo entonces ella tiene lugar para realizar su trabajo y una vez que lo ha hecho, graciosamente se retira dejando el terreno para que la alegría haga el suyo.”

Julio Olalla.

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