Las perdices nunca habían sentido esa necesidad de competir, y menos con ellas mismas.
Cuando la bala de plomo hirviendo le entró a través de su suave plumón y acabó clavándose en el hígado, la perdiz se hizo olímpica. Quisó volar más alto, más fuerte, más rápido. Y es que sólo el terror y la muerte contagian los delirios del hombre.
Una rabia incadescente invadió sus aletazos hacía un punto sin el más mínimo sentido. Había ya escuchado el ruido del disparo, siempre más lento que su efecto, pero ya no cabía salvación alguna. La traición se había consumado.
A nadie nos dan lecciones de muerte digna, pero casi todos la improvisamos si nos regalan un último instante.
La perdiz hizo soberbio su acabamiento, buscando igualar al águila a quien nunca alcanzaría. Uno, dos, aletazos más, hasta que el músculo no obedeció. Ya no llegaba a ellos nada de sangre, se había secado todas las venas de su cuerpo.
Allá arriba, agotada la trayectoria ascendente, el inútil, pero bellísimo esfuerzo, culminó en una macabra voltereta. Parecía que el viento quisiera ser más denso, para sostenerla por un instante más. Pero lo más cálido había cedido para siempre el movimiento.
Y sin ánima, la perdiz, muerta allá, más arriba que nunca, pasó de ser ternura con alas a guiñapo despeñándose.
Dos decenas de volteretas más y golpeó el suelo y se levantó una nube de polvo y tembló la dehesa entera.
Ya no más ojeos en las madrugadas de marzo.
Ya no más la incubación.
Ya no más los catorce polluelos tras ella.
Ya no más esa mirada a todas partes al mismo tiempo.
Ya no más la sagacidad que derrotaba al raposo y al águila.
Ya no más la sonora estampida de cuando tropezaba con alguno de nosotros.
Las fauces del can destrozando aún más unas plumas enfriándose y una mano culminó la desolación ahorcando al muerto de su cintura.
Lo vi y mejor olvidarlo.
Ellos sacan alegría de la muerte. Parece que encuentran acertadas las reglas del juego y al parecer por eso se disfrazan como si fueran a la guerra. Y acaban haciéndosela a quienes no les agreden y ni siquiera les amenazan.
Y yo sigo preguntándome ¿Dónde está el enemigo?
Y es que, al menos yo, nunca lo he visto.
Cuando la bala de plomo hirviendo le entró a través de su suave plumón y acabó clavándose en el hígado, la perdiz se hizo olímpica. Quisó volar más alto, más fuerte, más rápido. Y es que sólo el terror y la muerte contagian los delirios del hombre.
Una rabia incadescente invadió sus aletazos hacía un punto sin el más mínimo sentido. Había ya escuchado el ruido del disparo, siempre más lento que su efecto, pero ya no cabía salvación alguna. La traición se había consumado.
A nadie nos dan lecciones de muerte digna, pero casi todos la improvisamos si nos regalan un último instante.
La perdiz hizo soberbio su acabamiento, buscando igualar al águila a quien nunca alcanzaría. Uno, dos, aletazos más, hasta que el músculo no obedeció. Ya no llegaba a ellos nada de sangre, se había secado todas las venas de su cuerpo.
Allá arriba, agotada la trayectoria ascendente, el inútil, pero bellísimo esfuerzo, culminó en una macabra voltereta. Parecía que el viento quisiera ser más denso, para sostenerla por un instante más. Pero lo más cálido había cedido para siempre el movimiento.
Y sin ánima, la perdiz, muerta allá, más arriba que nunca, pasó de ser ternura con alas a guiñapo despeñándose.
Dos decenas de volteretas más y golpeó el suelo y se levantó una nube de polvo y tembló la dehesa entera.
Ya no más ojeos en las madrugadas de marzo.
Ya no más la incubación.
Ya no más los catorce polluelos tras ella.
Ya no más esa mirada a todas partes al mismo tiempo.
Ya no más la sagacidad que derrotaba al raposo y al águila.
Ya no más la sonora estampida de cuando tropezaba con alguno de nosotros.
Las fauces del can destrozando aún más unas plumas enfriándose y una mano culminó la desolación ahorcando al muerto de su cintura.
Lo vi y mejor olvidarlo.
Ellos sacan alegría de la muerte. Parece que encuentran acertadas las reglas del juego y al parecer por eso se disfrazan como si fueran a la guerra. Y acaban haciéndosela a quienes no les agreden y ni siquiera les amenazan.
Y yo sigo preguntándome ¿Dónde está el enemigo?
Y es que, al menos yo, nunca lo he visto.
1 comentario:
Los pelos como escarpias
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