Decía Gandhi que el progreso y la grandeza moral una civilización podían ser juzgados por el modo en que trata a sus animales. Me parece -como decía George Bernard Shaw sobre la noticia de su propia muerte- un lujo exagerado y prematuro. Creo que fijarse en los perros cojos, los gatos apedreados, los caballos famélicos y los galgos ahorcados después de las cacerías es apuntar demasiado alto. Hoy, casi un siglo después, nos conformaríamos con juzgar nuestra civilización por el modo en que trata a los seres humanos más débiles: a los parados, a los mendigos, a los desahuciados por los bancos, a los enfermos sin recursos y a los dependientes. Sobre todo, a los dependientes, esa palabra de la que dependen tantas cosas.
Hace unos meses, diversas asociaciones de Servicios Sociales alertaron de que en 2018 murieron 30.400 personas apuntadas en las listas de dependencia, más de ochenta muertos al día esperando una ayuda que tenían reconocida por ley. Hoy día, según ese mismo informe, son más de un cuarto de millón de españoles los que aguardan a recibir prestaciones o servicios a los que tienen derecho. El dinero público en España, ya se sabe, está para salvar cajas de ahorros, las mismas que hipotecan la vida de los moribundos y luego los echan a la puta calle; para rescatar autopistas arruinadas por millonarios y que luego puedan volver a comprarlas por diez céntimos; para pagar a los florentinos las prospecciones petrolíferas que les salen rana y los negocios inmobiliarios que les salen pez; para fabricar aeropuertos en Ciudad Real, Castellón y otros destinos turísticos con un tráfico aéreo de medio avión al mes; para comprarles flores y adornos a la familia real, no vayan a quedarse sin un ramo de rosas que poner en el jarrón, pobrecillos.
Uno de los mantras más repetidos de la ultraderecha es “los españoles primero”, aunque, claro está, no se refieren a los dependientes, a la anciana que agoniza sola en su cama, al inválido que malvive prisionero en un quinto sin ascensor y ni siquiera puede bajar las escaleras. Tampoco se refieren a los vagabundos que duermen en los cajeros automáticos como antes dormían en los atrios de las iglesias, tapándose con cartones y mantas raídas; ni a la gente que rebusca en la basura; ni a las familias a las que no les alcanza el sueldo para llegar a fin de mes. Ésos, los pobres, como si fueran extranjeros, inmigrantes sin papeles, refugiados de la mala suerte, españoles del otro bando, de los que siguen enterrados en las cunetas, pudriéndose en osarios sin nombre, esperando un ramo de rosas.
Antes de Cien años de soledad, García Márquez escribió El coronel no tiene quien le escriba, una novela en la que un militar jubilado y su esposa aguardan en vano, sin desesperación y sin esperanza, la pensión que el gobierno le tiene prometida desde hace años, alimentándose de sobras, raspando el óxido de la lata vacía para fingir que se toman un café por la mañana. Es, probablemente, el único libro en nuestro idioma que concluye con un taco malsonante, el mismo que los dependientes españoles escuchan día a día de las altas instancias mientras van falleciendo al ritmo de tres y pico por hora, el mismo que resume la conciencia social de nuestros sucesivos gobernantes. La mujer le pregunta al coronel qué van a comer ahora, dime tú qué comemos, y el coronel se siente “puro, explícito, invencible” en el momento de responder: “Mierda”.