La vida debería ser una tarde de domingo, con gripe, el teléfono mudo  y las pasiones enjauladas en el televisor. Imprescindible que el día  sea domingo y no sábado, que no ofrezca muchos estímulos para salir de  casa, tiendas y museos cerrados, cines demasiado abarrotados y bares -al  menos por la tarde- desiertos. Desde luego, ese domingo habría de  pertenecer al otoño o al invierno con el frío ahuyentando las ganas de  ir a dar un paseo o hacer el esfuerzo de ir a ver a algún amigo, y con  una única y máxima atracción: arrebujarse en el sofá incluso enrollados  en una manta.
 
La gripe ayuda. Una sensación de calma, de nube, de excusa para no  hacer absolutamente nada. El teléfono en silencio para que nadie  contamine con sus ilusiones o sus desánimos la paz que nos invade, para  no sentir que existe otra vida que la que late entre nuestras cuatro  paredes.
 
Se enciende el televisor, por un día no pasa nada, y hermosos  muñequitos de celuloide luchan y se desesperan. Aman y sufren. Les  ocurren muchas cosas en dos o tres horas, nacen, se casan, mueren,  vuelven a nacer y casarse y morir. Cometen los mismos errores generación  tras generación, si se tiene la suerte de encontrar una saga  norteamericana. Experimentan pasiones perfectas. Enamoramientos de por  vida, imposibles de llegar a término por supuesto, por la cerrazón de  alguno de los implicados y que no por eso merman la pasión del  contrario. Si alguien contrae un matrimonio equivocado le espera la  infelicidad perpetúa, sin paliativos. No hay becarias que alivien el  camino. Y el que odia, prostituye y domina suele encontrar, al final, un  instante de arrepentimiento.
 
Todo eso ocurre a 2 ó 3 metros del sofá, detrás de un cristal y uno  se puede levantar a la cocina y dejarles solos amándose u odiándose.  Puede apagarlos y sustituirlos por música. Y volverlos a encender o  cambiarlos por otros que corren montados en coches con sirenas, que se  pelean y se matan. Es igual de verdad. Igual de mentira.
 
Sí, la vida debería ser esto, una tarde de domingo en otoño o  invierno con ciertas miasmas que nos aturdan suavemente, con los sonidos  que elegimos, apenas sin pensamientos, atenuados los sentimientos. Sin  ansiedad, sin prisas, aparcados los problemas y hasta las esperanzas.  Con las gatas dormitando en el salón, con luces indirectas y objetivos  aplazables. No importa que la vajilla se apile en el fregadero, no la  vemos desde el sofá. Nada es urgente, nada.
 
No sé porqué tiene que llegar el lunes. Salir a la calle, afrontar el  trabajo con el cuerpo renqueante por la gripe, notar el silencio del  teléfono, añorar el sonido del teléfono y sentir. Sentir sin excusas,  sin pausa, sin posible apelación, sin escapatoria. Luchar y  desesperarse, amar y sufrir, experimentar pasiones imperfectas, vivir  entre pasiones imperfectas, vivir entre situaciones perfectamente  soportables para todos los demás. ¡Y no poder apagarlas! E ir con tu  corazón a la cocina y fregar los platos ¡y no poder echar lejía a tus  sentimientos!
 
Corren las gatas contagiadas de mi prisa, suena música con palabras,  suenan palabras que me obligan a sentir y tampoco puedo callarlas porque  cantan dentro de mí. ¡Quiero que lluevan tardes de domingo vestidas de  otoño o invierno sobre mi vida !…. no verme obligada a salir, ni a ver,  ni a escuchar, no verme obligada a sentir… no verme condenada a vivir…  sin él. Sin él, o sin el amor que teñía los días de gloria y no  distinguía entre la primavera y el otoño. El amor que convertía en  domingo de verano cada día del año o envolvía el invierno en cálidas  mantas donde abrazarse juntos. Sin televisor. Con una pasión que  desplazaba pasiones ajenas, con un amor vivo que no convertía en  obligación terapéutica mirar y vivir por otros. Y el enamoramiento  -frágil milagro- instalado en un proyecto de eternidad sin esfuerzo  alguno. Era igual de verdad. Igual de mentira.
 
Una tarde de domingo, de limbo. Por amor he subido y bajado en  ascensor vertiginoso del cielo a los infiernos. ¡No más! Aunque el limbo  tenga el suelo transparente y esté más cerca del dolor.
 
Una tarde de domingo, de quietud, ausencia total de movimientos. Por  amor he tomado, sin dudar, trenes y aviones apremiantes, he cruzado  medio mundo para vivir una noche. Y he despertado en un vehículo en  movimiento que me alejaba dolorosamente de mis sueños. Ya no. ¡Quiero  dormir despierta en el sofá, quiero vivir en el sofá!
 
Una tarde de domingo, sin sentimientos propios. Por amor he estallado  en huracanes de fuego, he llenado la plenitud, he ensanchado la  plenitud, he desbordado la plenitud. Pero al final duele. Duele mucho. Y  sin amor me he secado, he muerto, me he desintegrado, me he borrado, no  he existido. ¡Nunca más! ¡Rechazo sentir, vibrar, latir fuera de las 72  pulsaciones del manual! Ver sólo, ajena, espectadora, cómo lo hacen los  otros en el televisor. Mentira con apariencia de verdad, ceremonia de  estar en el mundo.
 
Se trata de esperar. Acabará el lunes, y el martes, y el miércoles, y  toda la semana. Llegará el domingo. Cada 7 días llegará el domingo. Se  pasarán pronto la primavera y el verano. Y cada 7 días llegará el  domingo. Cada 7 días vendrá un domingo de paz, como yo lo quiero.
 
Pero ¿y eso cómo se consigue ?… Volviendo a nacer quizás. No podré.  No puedo. Batalla perdida, soy irrecuperable. Dentro de nada,  despertaré y me desperezaré, sacudiré las neuras y volveré a empezar.  Abriré la jaula y me zambulliré en las pasiones. Sí, ya sé que me espera  el ascensor, los trenes y los aviones, los huracanes, la sístole y la  diástole del corazón que me lo dejan como un globo, o como una pasa.  ¡Qué pereza! Pero qué bien se está cuando se está bien. Y qué mal cuando  se está mal… Y qué bien cuando se está bien….
 
Creo, no sé, que despertaré al sol para que luzca en las tardes de  domingo del más crudo invierno y abriré las ventanas para que entre y me  llene de oxígeno. Y saldré a la calle a buscar la vida. Y volveré al  sofá para seguir viviendo la vida, sucesión de días de todos los  colores. Con tardes de domingo, como descanso para tomar fuerzas. Un  soplo de paz, eso sí.
El Periscopio. Rosa Mª Artal.